sábado, 21 de marzo de 2009

Historia de una liberación


Hoy, Día Mundial de la Liberación Masiva de Libros, amanecí con tres ejemplares para soltar. Confieso que si no fuera porque ayer estuve en la casa de un amigo que trabaja para La Nación y que me regaló las tres publicaciones de ediciones paupérrimas, probablemente no hubiera tenido nada para liberar. Aún no he alcanzado tal grado de desapego y mis libros… ¿mis libros?... ¡mis libros!! Ay, no puedo y punto.

El hecho es que luego de etiquetar debidamente a los tres tomos aún cautivos, salí decidida a soltarlos. Viviendo temporalmente en el conurbano bonaerense tuve que proponerme firmemente dejar los libros en lugares públicos. Hubiera sido demasiado sencillo pasarlos por debajo de alguna puerta o dejarlos en el vano de la ventana del vecino.

Primera parada: el supermercado. A medida que me acerco, siento las cosquillas de la adrenalina con más intensidad y las voces que delatan mis miedos. ¿Pensarán que es una bomba? ¿Me obligará el de seguridad a llevármelo? ¿Lograré que nadie me vea? ¿Correrán detrás de mí agitando el libro al grito de “¡Eh, te olvidaste esto!!!” justo cuando pensé que la operación había sido un éxito?

Entro, con tanta suerte que una de las góndolas más cercanas a la puerta está desierta. Me agacho haciendo de cuenta que estudio el precio del algodón Estrella, miro a la derecha a un hombre que lee la etiqueta de un vino como si algo entendiera, a la izquierda el de seguridad papa moscas. A toda velocidad arrojo uno de los libros entre los algodones, me levanto como resorte, disimulo mirando precios de desodorantes y salgo. Primer libro liberado.

Con el corazón cabalgando y la sonrisa triunfal, vuelvo por donde vine y me pregunto ansiosa dónde dejar el próximo. Sin dudarlo, elijo la parada del colectivo. Es sábado y cuando llego está repleta así que decido caminar dos cuadras hacia la parada anterior que suele ser menos concurrida. A medida que me acerco entra en mi campo de visión la iglesia de enfrente. Debe haber misa porque el estacionamiento está completo. Por un segundo, pienso en soltar un libro ahí pero después imagino a los solitarios del asiento del fondo cantando a desgano con ojos melancólicos, mirando sin verme, y no me entusiasma. Además liberar libros me parece un acto demasiado subversivo para hacerse en una iglesia.

Llego a la parada y me siento entre un señor y una girl scout (claro, al lado de la iglesia, los sábados se reúnen los scouts). Tengo decidido esperar hasta que se tomen el colectivo. Al minuto llegan 4 girl scouts más y un boy scout. Ruego que todos esperen el mismo 707. Mientras, empiezo a hojear distraída uno de los libros. Sorprendentemente para ser un sábado a la tarde, la espera no es mucha y además ¡parece que todos se toman el cartel azul!! Los veo subirse y simultáneamente capto por el rabillo del ojo una pareja que se dispone a esperar el cartel amarillo. Temiendo no poder cumplir con mi misión hasta dentro de unas cuantas horas, me levanto rápidamente, dejo el libro sobre el banco mientras los tórtolos se besan y salgo en dirección a la última liberación sin mirar atrás.

Es curioso, viví en este barrio muchísimos años pero nunca la plaza fue un lugar de referencia. Será que cuando nos mudamos con mis padres y mi hermano yo estaba en la etapa indefinida entre la niñez y la adolescencia, y mientras empezaba a considerar hacerme el cavado seguía jugando a escondidas con las Barbies pero no me permitía tirarme por el tobogán.

En la plaza la tarea es muy fácil. No hay nadie, así que me acerco a un banco y simplemente dejo al ex-convicto ahí. No parece que vaya a llover así que seguramente estará apenas húmedo por el rocío mañana temprano cuando algún viejito venga a tomar unos mates o cuando una madre ojerosa traiga a su niño que no paró de llorar toda la noche.

Y claro, en este momento de mi vida en el que vuelvo a encontrarme en una tierra media (la que está entre la vida que tuve y la que está por venir), no resisto la tentación de subirme a la hamaca. Sigue asombrándome la alegría fresca que me produce hacer cosas de niños: jugar con burbujas, remontar barriletes, saltar olas en la playa, acariciar una mascota… En este momento, que a veces es de un dolor profundo y lacerante y por momentos de una felicidad superlativa, volver a sentirme niña -alegre, tímida e inocente- es un oasis. Me hamaco con ganas, con fuerza, hasta marearme, y cuando veo llegar a tres adolescentes tardíos seguramente con ganas de fumarse un porro, me bajo de la hamaca en movimiento y emprendo la vuelta a casa.

Me pregunto si serán ellos los que encuentren el libro que liberé. Lo que es mi niña, la llevo conmigo.

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