jueves, 19 de febrero de 2009

Ausencias y carencias

Medir el no progreso a partir de lo que a uno le falta es una especie de tentación morbosa, schopenhaueriana. Parecería ser más fácil enumerar todo aquello que deseamos que concentrarnos en hacer un inventario de los logros apreciables. Quizás para algunos esa sea una forma de encontrar impulso para seguir, una depravada manera de ponerse metas y proyectar.

Sin embargo, esas entidades faltantes no constituyen necesariamente ausencias. Mientras que lo faltante es un vacío, las ausencias crean a su alrededor un halo, son un hueco a rellenar, un fill-in-the-blank, están de relieve.

Las ausencias son entidades en sí mismas. Las ausencias son presencias sin sustancia. Un chico que no va al colegio está “ausente” pero “está”. A una madre que abandona a sus hijos no se la puede ver, pero está. Una ausencia se adquiere, no de la misma manera que se compra una casa. Pero por alguna razón, nos apropiamos de ella y a partir de entonces nos pertenece. Las ausencias llegan a nuestras vidas. Y se quedan.

Es cierto que, como gran parte de las entidades corpóreas e incorpóreas en el universo, las ausencias pueden evolucionar y transformarse. Quizás devengan en carencia, dejando un vacío en su lugar o hasta se conviertan en presencia y comiencen a ejercer derechos y obligaciones plenamente adquiridos.

Vaticinar cómo mutará una ausencia escapa a cualquier esfuerzo racional y pertenece al terreno de la adivinación. Afortunadamente, hay poesía que intenta encontrarle razón al sinsentido.

Original Febrero 2003 - Corregido Mayo 2009

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